Me encontraba en la cocina de la casa de mis padres preparando un tetero de fórmula Enfamil, cuando, como caído del cielo, cayó el consejo:"Haz todo lo posible por criar una niña todo-terreno". Como quien no quiere la cosa y sin entrar en muchos detalles, mi prima dejó caer el término que rondaría en nuestras cabezas de padres primerizos por años. Desde ese día, hemos hecho lo posible por construir un concepto de niño todo-terreno que funcione dentro del ámbito de nuestra familia y, en lo posible, mantenernos fieles a él (sin entrar en fanatismos).
Ser todo-terreno tiene básicamente que ver con la capacidad de adaptación, y viviendo en el país de las comodidades, desarrollar esta virtud puede resultar paradójicamente cuesta arriba. Algunos meses an

tes del sabio consejo de mi prima, recorríamos los pasillos de
Babies-R-Us en esa expectante preparación que constituyen los últimos meses de embarazo, dispuestos -sin saberlo- a aniquilar la aún en gestación adaptabilidad de nuestra hija. Nos sorprendimos con toda la serie de curiosos adminículos preguntándonos constantemente cómo se las habrían ingeniado los no tan afortunados padres de las generaciones (siglos, milenios) anteriores, para criar a sus hijos sin tantas y tan maravillosas muestras del ingenio humano. Desde los productos de limpieza y desinfección, hasta las muestras más complicadas de diseño e ingeniería, volcadas a calentar, limpiar, transportar, mezclar, esa tienda resultaba la moderna exposición universal de la inteligencia humana puesta a los pies de la comodidad y el bienestar de padres e hijos.
Y es que la necesidad de todos y cada uno de esos aparatos se nos hacía tan obvia que resultaba prácticamente imposible resistirse a adquirirlos. ¿Cómo no vamos a comprar el calentador de toallitas para limpiarle sus partecitas cuando hace frío? ¿Cómo no adquirir -doble, uno para cada carro- el calentador portátil de teteros para cuando estuviéramos fuera de casa y le tocara comer? ¿Cómo se nos ocurre que podíamos vivir sin el desinfectante de bolsillo, por si se le caía el chupón al piso y no había como esterilizarlo? ¡Qué afortunada sería nuestra hija por la era que le había tocado vivir, y nosotros, sus padres, por los beneficios que cada uno de esos adminículos traerían a nuestras vidas!
Pues ni una cosa, ni la otra. Habíamos caído en la embrujante tentación de la comodidad y la conveniencia, habiendo sido, tanto Jose como yo, criados bajo la política del “acostumbrarse a lo que hay”. Afortunadamente, al iluminado consejo de mi prima, siguieron otras situaciones que nos permitieron darnos cuenta -a tiempo, para mayor gracia- que menos hace más cuando se trata de niños, y que la comodidad no es andar arrastrando un bolso con 150 aparatejos inútiles que a la larga sólo terminarán convirtiendo a esa criaturita un ser humano de muy alto mantenimiento.
El nacimiento de mi hija no fue lo sencillo que todas las madres soñamos. Ciertas complicaciones pulmonares requirieron una estadía de varios días en la unidad de cuidados intensivos para recién nacidos. Allí, entre enfermeras, incubadoras, y mucho ruido, hice mis primeras pasantías en la maternidad y descubrí cuán aprehensiva era frente a esa criaturita que había salido de mí, lo insegura y vulnerable que era ante ella y lo inútil que ante su situación resultaba el arsenal de novedades que tan atinadamente creíamos haber adquirido sólo unos pocos meses antes. Con las enfermeras del NICU y con la que luego nos visitó en casa durante casi dos semanas, aprendí que son los cuidados y no los objetos, lo que hace la diferencia. Que no hace falta armarse de una artillería de desinfectantes y aparatos esterilizadores cuando existen el vinagre y el agua caliente, y que para dormir lo que hace falta es sueño, y no lucecitas tenues o música clásica.
Antes de que mi hija cumpliera su primer mes, habíamos devuelto la mitad de esos aparentemente indispensables objetos. Creció tomando su fórmula mezclada en agua natural, en los teteros más económicos posibles, bañándose en el lavaplatos (como mi mami me solía bañar a mí), durmiéndose en su cuna desde su llegada a casa. Sus teteros y chupones los desinfectábamos en la máquina de lavar platos, y cuando la regla de los 5 segundos no podía aplicarse, acudíamos (aún lo hacemos) al vinagre blanco, el mejor desinfectante natural y totalmente inocuo. Creció entendiendo el cambio como un proceso natural, aprendiendo a adaptarse a él y sacándole el mayor provecho, siendo capaz de inventar juegos imaginarios cuando no hay juguetes a mano, de dormirse ante casi cualquier circunstancia y en cualquier lugar, de entretenerse con o sin nuestra atención, de integrarse a nuevos grupos y actividades con la mayor naturalidad.
Dentro de esa definición deliberada que J. y yo hemos construido del término, las consecuencias a futuro son lo más importante. Un niño todo terreno tiene muchas más posibilidades de ser un adulto feliz. Un niño que no necesita de un millón de artilugios para satisfacer sus necesidades básicas, será un adulto capaz de enfrentarse a las más diversas situaciones con las herramientas que tenga a mano y salir exitoso de ellas –entendiendo que a veces el éxito es sólo el intento. Un niño todo-terreno es un adulto que resuelve, que imagina, que se adapta y que es capaz de disfrutar en las verdes y en las maduras. Minimizadas las frustraciones, solapadas las carencias, será un individuo con mayores oportunidades para disfrutar de las cuotas de felicidad que decida asignarse. ¿Y qué padre no quiere eso para sus hijos?
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En sólo pocos días celebraremos el sexto cumpleaños de nuestra pequeña S. Nunca he tenido la oportunidad de volver a conversar con mi prima acerca de la noción que dejara caer aquella tarde. De recriminarle por atormentar nuestras inquietas mentes de primerizos o de agradecerle por haber inspirado uno de los
leit motiv de este grupo familiar. No voy a negar que, viviendo en el país de las soluciones rápidas, los inventos y la comodidad, más de una vez durante estos casi 6 años hemos caído en la tentación. Pero seguimos haciendo nuestro mayor esfuerzo por mantenernos firmes en este intento interminable y en constante progreso por hacer de nuestra hija, una niña todo-terreno.