A los 17 años dejé la casa de mis padres para estudiar mi carrera universitaria en otra ciudad. Al mudarme, mi vida dio un giro de 360 grados. Vivía sola, era titular de una beca universitaria que exigía un alto rendimiento académico y, sobretodo, era parte de un mundo nuevo que necesitaba explorar. Sola.
Ya no quedaba tiempo para el gimnasio. Mis habilidades como cocinera eran prácticamente nulas, y, a la hora de ingerir alimentos, eran la rapidez y la facilidad los que dictaban la pauta. No exagero: imagínense que en verano, solía viajar a Puerto Rico a visitar a una tía muy querida. Además de artículos personales, mi maleta regresaba a Venezuela cargada de todas las cajas de Mac-and-cheese instantáneos que cupieran. Eso, cereales azucarados, Coca-Cola y café constituían el grueso de mi régimen alimenticio por aquellos primeros años de vivir sola. Un verdadero desastre.
Conocí a mi Chino siendo una flaca esquelética que siempre se sentía gorda y que pasaba semanas a punta de comida envasada como si fuera sobreviviente de un desastre natural. Con él aprendí a cocinar, pero también a disfrutar de la comida. Su epicureísmo natural, entrenado en diferentes cocinas de restaurantes familiares, casi entra en shock con mi absoluta dejadez culinaria. Se propuso rescatarme y lo logró. Pero las consecuencias no se hicieron esperar, traduciéndose en el regreso de la atorrante papada y en unos cuantos cauchitos abrazados a mi cintura.
A todas estas, la voz de mi mamá como el grillito de la conciencia resoplaba en mis oídos sin parar. Nuevamente me movía entre las aguas del disfrute y la culpa. Comer era una declaración de independencia: al hacerlo ponía de manifiesto que era una “adulto” sin la agobiante supervisión materna. Pero, por otro lado, haciéndolo se ponía de manifiesto lo que para ese entonces creía la única consecuencia de una alimentación informal y desordenada: el aumento en la balanza.
Todo este panorama no mejoró nada con la mudanza a los Estados Unidos. Todo lo contrario. Al factor genético y al gusto por la comida, agréguenle una vida aún más sedentaria, responsabilidades y presiones cada vez mayores, los pésimos hábitos alimenticios que tan fácilmente se adquieren en este país, y, como guinda, un embarazo.
Así es como, desde hace más de 15 años, me he paseado con más o menos éxito por toda y cuanta dieta ha estado de moda, ha caído en mis manos o he escuchado por ahí. He pasado semanas a punta de atún y piña, de la manera como, según los rumores caraqueños, se alimentan las pobres esclavas de la belleza de la “Quinta Miss Venezuela”. He probado la tan renombrada “dieta de la sopa”, un régimen horrible diseñado para pacientes de un hospital (hoy me pregunto, ¿cómo fue que se me ocurrió que ese régimen era para mí?) a base de un desagradable cocido de repollo que me hacía sudar un olor inaguantable. Creía que aprovechaba mi vicio de fumadora, y muchas veces jugaba a engañar el apetito (no me regañen, hace más de 9 años que no fumo). Visité nutricionistas que de un día para otro me obligaban a comer solo vegetales (y dicho sea de paso, para ese momento no eran completamente de mi agrado), sugiriendo unas dietas tan costosas como imposibles de cumplir. Pasaba días enteros a punta de café y agua, para luego desbocarme a comer lo que fuera en el primer restaurante de comida rápida que se me atravesara. Asistí a las reuniones de apoyo de “Weight Watchers”. Intenté la acupuntura, las inyecciones, las píldoras diuréticas y distintos supresores del apetito. Me pasé días (¿semanas, meses?) enteros presa de fajas reductoras que producían lesiones evidentes en mi piel y no me dejaban respirar, con tal de reducir el exceso de grasa abdominal. Volví mil veces al gimnasio, a sudar con desenfreno, subida a una bicicleta o una elíptica, todas mis culpas culinarias, como si fueran los pecados confesados a un cura.
Los resultados: éxitos fugaces, seguidos de cansancio, frustración y retroceso. Pero, y sobre todo, un organismo débil, enfermizo, estreñido; un cuerpo que no lograba ajustarse a los extremos que yo misma le imponía y que por ello empezaba a pasarme factura; un sistema inmunológico quebradizo, adicto a los multivitamínicos artificiales empastillados; una autoestima desvencijada. Allí me encontraba hasta principios de este año, cuando decidí dar un cambio radical a mis hábitos alimenticios y los de mi familia.
(Continuará…)
Imagen: Fashion Central - Pakistán
9 comments:
Se acerca el final feliz!
Yo tambien fume por un tiempo, y llevo 10 annos sin fumar. Ahora no soporto el olor. Supongo que es cierto cuando dicen que no hay nada peor que un ex-fumador.
Vane, nunca se te ha ocurrido correr? Yo empece a correr hace tiempo pero lo tome en serio solo hace dos annos. Es tremendo ejercicio. Uno empieza muy lentamente y de a poquito, y de pronto consigues que puedes correr 5K y participar en carreras. Debo aclarar que este anno me porte muy mal y no competi en nada. Pero nadie me quita mi medio maraton que hice hace un poco mas de un anno.
Sabes lo que dice mi hermanito?
Que desde que él tiene uso de razón yo he estado a dieta, y era verdad, al menos mientras estuve en Lima.
Luego tiré la toalla, horror, no?
Yo lo llevo muy mal, soy super anciosa y lo peor que si me deprimo me da por comer. buaaaaaaaaaaaa
Sí, MC, ya se aproxima el desenlace!!!!
Te cuento que nunca he trotado. Me encanta, me parece un ejercicio formidable, pero simplemente no se me da, no sé trotar. Admiro mucho a la gente que corre en maratones bajo cualquier condición climática. En el pasado, cuando lo intentaba, me llenaba de gases, me dolían las rodillas y mil cosas mas. Sin embargo te cuento que lo quiero hacer. Creo que con todo lo que he aprendido en el yoga sobre como respirar, es probable que me resulte más fácil. Ya te contaré.
Gio: Esa he sido yo, la mitad de mi vida. La mujer de la dieta constante, de la ansiedad y la comida emocional. Ya no. Te cuento en la próxima entrega...
Gracias chicas por seguirme y comentar. Este post ha sido un ejercicio emocional de racionalización y un poquito también un exorcismo de esos fantasmitas que nos atormentan desde pequeños. Gracias por el apoyo.
Ay madre, espero que esto tenga un final feliz porque no puedo ni imaginarme lo mal que lo has debido pasar. Pero qué infierno, y qué esclavitud todo por el tema de la comida!!! Yo pienso que las dietas que te suprimen muchos alimentos no sirven para nada, porque basta que te prohíban una cosa para que luego la cojas con más ganas. Si te privas de comer chocolate durante meses, la vez que te descuides y lo pilles por banda ya no lo sueltas.
Si quieres puedo hablarle de ti a mi amiga nutricionista que trabaja con uno de los mejores endocrinos de Madrid, por si quisieras preguntarle cosas o hablar de tu tema con ella. A un amigo mío le ha ayudado mucho ;-)
Besitos!!!
NOOOOOOOOOOOOO!y entocnes qué paso? Nos toca esperar este super interesante post!
Por favor las pizzas del Chino en el apartamento de... cómo se llamaba eso?, detrás de la UCV pues...jejeje No sólo las pizzas, sino todas las comilonas...los chupes de Paty Mantecona...uufff que tiempos tan lejanos y cercanos. Que le vamos a hacer my friend, la comida trae felicidad.
Espero con ansias el final, aunque ya yo sé que eres feliz, y te lo iba a decir desde hace tiempo, no sé si es el yoga o que, pero estás bella.
Di no a las dietas...
Ah, aprovecho para invitaros a participar en la V Edición del Concurso de Suspiros de El Trastero:
http://eltrasterodelaimaginacion.blogspot.com/2010/12/el-tiempo-vuela-y-aqui-estamos-otra-vez.html
Estoy ansiosa por saber cómo termina esta historia. Imagino que con final feliz ¿sí?
Sí por favor, tienes que contarme, oye quien sabe y escribes un libro del tema :D
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